He intentado retroceder el tiempo en mi memoria para encontrar el primer instante en que recuerdo haber experimentado ansiedad. Creo que fue en sexto grado de la escuela, yo tenía doce años, el recreo era muy largo y me aburría (además, no tenía muchos amigos porque éramos solo cinco compañeros en clases); entonces empecé a comer. Le pedí a doña Clarita, la señora de la cafetería, que me diera unas galletas «Chicky» con una Coca Cola. Luego otras. Dos más. Cuatro paquetes de galletas en total y no podía parar. Sentía que mi cuerpo estaba exigiendo a gritos esa sensación de embutirse en chocolate hasta que no pudiera tragar una migaja más.
Después de ese día volví a repetir la conducta de saciar con comida una inquietud insoportable. No estoy segura de cuántas veces sucedió, lo único que sé, es que ahora estoy consciente de que ha sido parte de mi vida. Tampoco conocía cómo se llama ese desasosiego constante que me aqueja. Pasaron varios años hasta que escuché la palabra Ansiedad (sí, la estoy escribiendo con mayúscula adrede).
Soy ansiosa. Padezco un trastorno de ansiedad generalizada (qué fuerte parece decirlo así, como si fuera el diagnóstico de alguien que está muy demente). Es muy probable que algunas personas que lean esto se puedan sentir indignadas por la dureza con la que me estoy describiendo. Hay gente que apoya la tendencia de #NoMasEtiquetas (curiosamente, un hashtag también lo es…en fin), y considera que no debemos auto denominarnos de forma lacerante bajo ningún aspecto: no se puede aceptar que alguien sea nerviosa, histérica, impuntual o mala cocinera, mucho menos desordenada ni insegura (aclaro que no soy todo eso, pero, ¿y si lo fuera?). Resulta que si uno declara que eso es lo que es, queda irremediablemente condenado a vivir para siempre bajo el dominio de un distintivo.
Tampoco lo malinterpreten: sé muy bien el poder que tienen las palabras y creo en los efectos que ejercen sobre las personas, especialmente cuando fueron recibidas de una forma distinta de la que se pretendía. Pero me niego a creer que sea malo reconocer que tenemos algo que está un poquito desajustado. Pienso todo lo contrario: tener la lucidez de entenderlo y aceptarlo, es lo que nos llevará a un camino de mejora continua cada día.
Así que yo soy ansiosa y mis días no son fáciles…pero eso no me impide hacer cosas normales. Soy sumamente feliz. Generalmente me río de mí misma porque soy capaz de discernir las situaciones que me llevan a sentir ansiedad; las puedo identificar incluso cuando no han sucedido, y sin embargo, me veo envuelta en ellas a cada rato. Me río de las conductas manifiestas que son el resultado de esas circunstancias. El nivel introspectivo en el que me encuentro me lleva a identificar muy bien lo que sobrellevo en cada momento. Me conozco tanto, y me enorgullece que así sea, porque solo yo puedo controlar lo que sucede a lo interno; mientras hay quienes se pasan la vida sintiendo que no entienden nada, que no saben qué hacer con ciertos sentimientos, que desconocen cuando una emoción les está haciendo una mala pasada.
Miles de veces escuché decir que lo mejor que uno puede hacer cuando la mente se sale de control y comienza a dictar impulsos incongruentes, es bloquearla. Impedir de alguna forma que el ciclón de ideas gobierne en la cabeza. Mastique un chicle, vaya a dar una vuelta, haga ejercicios, escuche música o llame a un amigo. En otras palabras: despiste a la ansiedad y engáñese a usted mismo. No digo que algo de esto no funcione, de hecho me consta que sí porque lo hice. Pero no resuelve el problema, solamente nos distrae durante un par de horas.
La realidad es que es muy probable que la ansiedad no desaparezca de esa manera e incluso puede que regrese con más fuerza. Yo sé lo que se siente tener el pecho oprimido, temblar de miedo, sentir ganas de vomitar cuando se espera con impaciencia. Soy ansiosa, y mi ansiedad no se reduce a lo que la mayoría considera inaguantable, como que alguien nos diga que nos tiene que decir algo y no lo dice. No, eso no es nada. Mi ansiedad me agita a niveles inimaginables: me puede quitar el sueño para siempre (sí, para siempre), me paralizan mis fobias en el medio de un aeropuerto y desata otros trastornos como el obsesivo-compulsivo, que se me manifiesta como una intolerancia a la incertidumbre que me hace sentir una necesidad urgente de controlarlo todo, porque la (falsa) certeza absoluta disminuye mis preocupaciones de lo ambiguo, y eso me lleva también a un perfeccionismo absurdo y desgastante en detalles ridículos que me quitan la paz.
Soy la huésped en la memoria de las mucamas de hotel. Cuando abren la puerta del cuarto, deben de sentirse confundidas y dudan si ya se habrá realizado la limpieza o no, porque la habitación luce impecable y limpia (y cuando digo esto es en serio: ¡yo dejo la cama tendida!). Mi ropa está acomodada por estilos, colores y tipos de gancho (me produce enorme satisfacción observarla tan organizada)… igualmente, no puede haber más que ganchos de color blanco en el perchero de los abrigos. Un día tuve que usar un suéter aunque no tuviera frío, con tal de no guindarlo con otro gancho que no fuera el blanco, pues ya se habían acabado.
A pesar de lo anterior y de muchas otras obsesiones que no alcanzo a enumerar, sé que no estoy mal. Es decir, esto no es tan grave como para detener mi vida, aunque haya cometido decisiones equivocadas en el pasado por culpa de mis mal manejados impulsos. Creo que son instantes de escape dentro de esta rígida estructura que se nos impone en la sociedad. Tal vez esté un poco loca (¿quién no lo está? y además no aparento ser lo que no soy, creo firmemente que la transparencia es la más hermosa libertad), pero no lo suficiente como para perderme. Me lo permito, yo lo decido porque es mi forma de canalizar mis excesos. Hace mucho, fumaba. Luego lo cambié por comida. Hoy intento escribir, leer, hacer yoga o algo más sano.
También tengo rituales insignificantes y me cuesta mucho concentrarme. Demando el orden más exigente en lo que me rodea con la disonancia más grande a la vez, porque ando a tropezones cuando camino, porque mis pies avanzan más rápido de lo que se les dicta, es como si se le ordenara al cuerpo que se apresure, que se adelante, como si fuera empujado hacia el frente todo el tiempo. Mis palabras se estrellan contra las de otra persona antes de que una frase pueda ser terminada, porque tengo la capacidad de anticiparme a lo que me van a contar y me precisa escucharlo todo rápidamente. Mi ritmo cardiaco permanece acelerado, es una sensación de apremio que no se va, es una intranquilidad persistente, como si algo malo fuera a suceder pero no es así; la ansiedad me envuelve, me agobia, me abruma sin sentido, me angustia excesivamente. Me perturba, me pone en estado de alerta innecesario. Me desgasta, me agota, me consume.
Pero no me vence. Eso no sucede, porque yo he aprendido a convivir con ella. Lejos de negarla, he optado por abrazarla. Cuando se presenta, la acepto. Es indispensable asimilarlo, anhelar conocerla para descubrir las razones por las que aparece. Abrazar la ansiedad, acogerla como parte de uno sabiendo que no nos puede hacer daño, que lo único que necesitamos es entender lo que nos está pasando. Aceptar la ansiedad que experimentamos es acariciarla con amor, pero sin dejarla que se quede mucho rato. Es reconocer que ahí está, afirmar que debemos luchar con ella y no contra ella. No es insano sentir ansiedad, yo he aprendido que coexistimos porque precisamente esa aceptación es lo que me convierte en alguien que es capaz de aniquilarla…es un abrazo tan fuerte el que nos damos, que termino ahogándola en mis propios brazos hasta aplastarla.
Entonces logro volver a respirar. Hicimos las paces. No la esquivo, pero tampoco la invito a pasar. Pero si llega por aquí, la saludo de forma casual. La vuelvo a abrazar; sé que tendremos esta relación hasta que llegue un día en que no se acuerde de mí, ni yo de ella. No estoy tan segura de que eso pueda pasar, aunque yo lo quiera. Es que no estoy del todo segura de que lo quiera, porque es parte de lo que soy…tan solo una pequeña parte entre tantas cosas buenas que tengo.
Se me antoja una galleta Chicky. Quiero una. Solo una.
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