Estoy cansada. No me digan loca. Ni paranoica, exagerada, o susceptible. No me digan que muchas cosas que hago o que dejé de hacer, no tienen sentido, porque no entienden la razón que hay detrás. Es ahora, cuando soy adulta que comprendo por qué mi papá siempre nos empoderó tanto a mi hermana y a mí. Desde que nacimos, él enloqueció de felicidad, aunque su corazón intranquilo sabía lo que implica criar dos mujeres en un mundo en donde el acoso y la desigualdad serían parte de nuestra vida durante todos los días. Mientras escribo esto, me pierdo en un momento de confrontación interna… me niego a creer que lo que estoy diciendo es cierto; me invade una mezcla de tristeza y coraje, aunque finalmente tengo una larga lista de situaciones que lo afirman.
Desde que tuve noción cuando tenía cinco años y hasta hoy, he vivido con temor constante y la mayor parte del tiempo no comparto este sentimiento con nadie pues he tenido que aprender a superarlo, aunque a veces no tengo ni idea de cómo hacerlo y quizá por eso escribo, porque es lo que mejor sé hacer y mis palabras se las presto a cualquiera que sienta lo mismo, como un vínculo necesario para sentir al menos un poco de comprensión ante la impotencia de no poder caminar tranquila, ya sea en Costa Rica o en Nueva York.
Algo se rompió y comenzó mal en nuestra sociedad, porque desde siempre, los hombres creyeron tener algún poder especial sobre nosotras que les permite tocar cualquier parte del cuerpo de una desconocida en el pleno centro de la ciudad, en una hermosa tarde soleada de diciembre…como sucedió una de tantas veces. Debí de haberlo visto venir, qué tonta, por qué no crucé la calle, qué asco…los pensamientos de culpa no me permitieron reaccionar a tiempo pero, ¿qué hubiera podido hacer? ¿gritarle, como si eso bastara? ¿Regresar y agredirlo de vuelta, aún cuando sé que su fuerza era superior a la mía?
También sucedió cuando estaba en el colegio, por eso dejé de usar falda. Nos sucede a cada rato. Mi cuerpo ha sido tocado en todas partes por extraños a los que no les di permiso de hacerlo. En la calle me han tirado besos que nunca quise recibir. Hay unos shorts que no he estrenado, todavía tienen las etiquetas y están guardados en mi armario. No he querido usarlos para ir a correr por el barrio, porque la última vez que lo hice (enfundada hasta los tobillos con leggins y una jacket cerrada de color negro para no resultar tan llamativa, gorra y gafas oscuras), me gritaron «rica», «qué bien se mueve mami»… «está apenas para violarla». ¿Qué podrían atreverse a hacer entonces, si vieran un par de piernas descubiertas?
¿Por qué quiero cubrirme el pecho con un libro cuando camino? ¿Por qué, entre tantas cosas que sí ameritan mi preocupación, tengo además que estar pensando en tomar esto en cuenta? Yo debería de haber podido tomarme una cerveza en paz, sentada sola en la barra de un bar sin tener que respirar profundamente cada vez que alguien se acercaba buscando algo que yo no estaba ofreciendo.
Y como si el diario acoso callejero no fuera suficiente, nos encontramos con otros modos más «sutiles» de desprecio que confirman de una manera diferente el irrespeto y repudio hacia una mujer, y no sé cuál puede ser peor, pues estos vienen de gente relativamente cercana, de conocidos con los que sí nos relacionamos de una forma u otra. Es la cultura de la violación: cuando usted se ríe o hace chistes machistas, cuando comparte memes sexistas que estigmatizan el rol desacertado de las mujeres.
O también cuando me enteré que en el lugar en el que trabajaba solamente contrataban mujeres bonitas, o como aquella entrevista en la que me preguntaron si pensaba tener hijos pronto. El día en que en una oficina me reclamaron que no me había maquillado…como si fuera mi obligación usar maquillaje y tacones cada día para definirme como mujer; como si no fuera yo quien decido si me da la gana o no de aplicarme un labial (y si lo elijo de color rojo también es un problema, es demasiado atrevido y provocador, qué complicado).
El ex novio que me dijo «no me gusta que se ponga esa ropa». ¿Cómo hubiera reaccionado yo, si mi papá nunca me hubiera enseñado a enfrentarme a situaciones así? Y hablo de mi padre porque es la primera referencia del trato de un hombre que tuve: recuerdo perfectamente que nunca opinó acerca de mis blusas o vestidos. Me respetaba demasiado, no quería sembrar prejuicios en mí que después fueran a inhibirme en otros aspectos. Recuerdo cuando sentenció a mis hermanos varones para que nunca en la vida se les ocurriera ponerme una mano encima, o a cualquier otra mujer. Todavía se mantiene firme cuando dice que se desequilibraría por completo si se entera que alguien nos ha maltratado a nosotras, de cualquier forma psicológica, física o verbal.
Por eso yo lo tengo tan claro, pero tampoco quita el hecho de que no deje de ocurrir todo el tiempo. Probablemente he desarrollado un sentido de alerta que detecta alguna situación y me previene del riesgo que eso conlleva, y así es como puedo decir con seguridad que me he anticipado de sobrevivir a algo peor. Qué triste, no debería de ser así.
Sin embargo, creo que sí hemos avanzado un poco. Quiero creer con todas mis fuerzas que hay más consciencia entre la gente, porque de lo contrario la esperanza se me escapa. Conozco hombres maravillosos (por supuesto que me casé con uno así) y creo que hay posibilidades de que las cosas puedan cambiar; me convenzo de eso cuando veo gestos en ellos: los esposos de mis amigas entregados por completo a la paternidad y disfrutando el momento; o cuando un compañero me dijo hace poco «qué importante es que hayan más mujeres ingenieras en esta empresa».
Pero sigue faltando demasiado. Los números son escalofriantes: al menos 12 mujeres al día son asesinadas en Latinoamérica por violencia de género.
Hay que seguir luchando por cambiar lo que por siglos ha sido tan normal. A veces son comentarios tan pequeños que no percibimos…lo noto, por ejemplo, cuando mi amiga que sabe mucho de fútbol menciona un dato estadístico de algún jugador y las miradas masculinas expresan incomodidad en medio del partido; o el contacto en Facebook que compartió un artículo haciéndonos un llamado a leerlo pues es imprescindible que conozcamos los 10 tips para evitar ser violadas. ¿Es en serio? ¿De verdad nosotras tenemos que aprender a cómo no ser ultrajadas, cuando en realidad son ellos a los que se les debería de enseñar que no tienen supremacía alguna para disponer de una mujer de ninguna manera?
Lo más duro es cuando nosotras mismas somos parte de esto, cuando juzgamos a otra chica por su forma de caminar o por el escote que decidió mostrar. Cuando le decimos zorra a la que escogió en su camino estar libremente con el que quiso. Nos sentimos indignadas por las condiciones que vivimos, pero ni siquiera somos capaces de considerar nuestras palabras ofensivas que hacen tanto daño.
Todos tenemos que hacer algo al respecto. El feminismo busca equidad entre tanta desigualdad. Porque creo que las mujeres merecemos los mismos derechos. Creo en el buen trato, en la empatía hacia los demás y espero lo mismo de otros. ¿Por dónde empezar? En esto el amor siempre gana. Si todos tuviéramos más amor en el corazón, causaríamos menos destrucción; veríamos con ojos de compasión y respeto a cada persona que se nos atraviesa.
Yo quiero creer en eso, intento demostrar que un cambio en el comportamiento social es posible, porque sino, yo no sé si pueda traer una niña al mundo que no pueda sentirse segura cuando camina hacia la casa. Ya no quiero que me digan que soy paranoica porque conduzco con cuidado en la carretera, después de que un tipo me chocó al propio, por pasarme súbitamente a su carril. Fue un error, un «ángulo muerto», que llaman. Pero a él no le bastó protestar; necesitaba gritarme, ofender y escupir. También tuvo que golpear su carro contra el mío, para luego irse muerto de la risa, mientras yo temblaba de miedo. ¿Si yo hubiera sido hombre, habría reaccionado igual? No lo creo. Esa furia y odio en sus ojos misóginos mientras me gritaba «puta inútil» excitaba su sentimiento de supremacía masculina.
Estoy cansada de que me digan que mi paso es muy nervioso al andar. ¿Y, si el sujeto que me empujó contra un muro para meter su mano en mi pantalón a plena luz de diciembre, me hubiera encontrado un poco más tarde? ¿Y, si el taxista que se desvió de la ruta que le pedí, no se hubiera encontrado con un retén de frente que hizo que yo pudiera bajarme del taxi?
No me digan loca cuando cruce desesperada hacia el otro lado de la acera o si prefiero una caminata más larga con tal de no toparme con una obra en construcción repleta de miradas intimidantes y masturbaciones.
Tampoco me digan «feminazi» porque me enojo cuando nos violentan, cuando a mis hermanas las matan y yo reacciono con furia y dolor. Ellas no tenían que haberse ido así, ellas tenían derecho a viajar y a caminar por donde fuera sin que eso significara un riesgo para sus cuerpos. Ellas tenían sueños, ellas bailaban, ellas tenían familia y amigos que nunca más volverán a verlas. Y yo…yo simplemente me desgarro pensando en esto. Porque he estado muy cerca, porque pude haber sido yo. Porque aún hoy sigo temiendo que un día salga a correr por la mañana y no regrese a casa nunca más.
Intento hacer esto visible de todas las maneras posibles, porque insisto en que algo tiene que cambiar ya. Y por gritar que me dejen en paz; por defender a todas las niñas que vendrán, me dicen loca. Me dicen feminazi, histérica y hormonal. Me hablan con un tono condescendiente, como quien cree que estoy sobre actuando ante una realidad muy evidente.
Es que ha sido toda una vida de cargar con amenazas reales, de pensar que voy a morir como ellas. Yo quiero ser libre, no valiente. Las feministas nunca hemos matado a nadie; el machismo nos arranca la vida todo el tiempo.
Hace falta más respeto. Más hombres como mi papá, y mujeres empoderadas como mi mamá que eduquen niños y niñas en condiciones de igualdad.
Pero tampoco me digan que estoy loca si creo en el amor… tanto, como la única salvación para que el mundo sea diferente y mejor.
Más amor, por favor.
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