Las palabras que encontré en aquel libro se abalanzaron sobre mí. En lo más profundo de mi ser, advertía que no era casualidad sentirme tan triste al encontrarme justamente con esta frase: «Saber que arrastro la más grande desgracia que puede sufrir un ser humano: he dejado de creer”.
Esto fue mucho antes de que Santi naciera, quizás unos 2 años atrás. Estaba leyendo ese libro por segunda vez, acostada en el sillón de la casa de mis papás, y sin alguna otra causa evidente, comencé a llorar.
Lo recuerdo como uno de los momento más tristes que haya vivido. Fue ese día cuando caí en razón de lo vacía que era mi vida. Había dejado de creer. De repente fue tan claro, a pesar de que no estaba segura de lo que eso significaba. Me sentí desconsolada; totalmente incomprendida y sola. Me quise hundir en un precipicio del que no pudiera salir. Es difícil de explicar el desaliento que me embargaba en aquella época, pero lo voy a intentar: era como estar en un estado de pesadez atroz, en donde caminar o hacer cualquier movimiento requería un gran esfuerzo del cuerpo. Sentía que andaba sin ruta, sin destino, sin un punto de llegada y sin saber de dónde venía. Me costaba mucho encontrar un camino que tuviera sentido.
Mi corazón anhelaba algo, y yo luchaba por no escucharlo. Lo que fuera que me pidiera, me daba miedo saberlo. Era más conveniente seguir así, ignorando la inquietud del espíritu. Pero cada vez se me hacía más complicado huir de ese grito interior….entonces decidí confrontarlo negativamente. Y en este punto, no me siento nada orgullosa de las cosas que voy a escribir, pero es importante hacerlo. Desde luego que no fue lo más inteligente, pero insistí en que era lo más sencillo en ese momento, con tal de evitar la contienda interna.
Así que me refugié en todo lo que pudiera causarme daño, como una manera absurda de escape. Como para olvidarme de cualquier intento de salir del precipicio, porque creía que el deterioro de mi vida era irreversible y no valía la pena ni siquiera intentar asomarme a buscar un destello en medio de la cueva oscura en la que estaba.
Los días pasaban en vano, se me esfumaban muy rápido a pesar de la inactividad. La sensación de ir descendiendo en el agujero se volvía inevitable. Es como cuando Alicia se va cayendo, pero de forma constante. Un dualismo muy complejo, porque al mismo tiempo podía ver en mi caída al hoyo negro, que una mano me quería rescatar y llevar a la luz. A veces me anteponía a eso, y otras veces caía rendida llorando, sintiendo un abrazo intenso hasta que me quedaba dormida.
Creo que no debería de aclarar que lo anterior es una metáfora que busca exponer la realidad de mi percepción en aquel entonces. Esos viajes no eran producto de alguna droga o estimulante, aunque sí se parecen mucho a algunos sueños que a veces tengo. Supongo que así es esto: una lucha constante entre la insoportable levedad del ser de la que nos habló Kundera. Busco encontrar las mejores palabras para que Santi comprenda muy bien esto, el día en que lo lea. Ya casi voy a contar quién es Santi.
Llegó un día de marzo en el que caminaba (flotaba) en dirección hacia el banco. Mi mañana no prometía mucho, excepto cumplir con ese mandado y habría estado bien; pero repentinamente se me vino el mundo encima. La historia de ese preciso instante, queda pendiente para cuando Santi esté mucho más grande, porque no es tan importante de momento. A veces las personas exageramos cuando decimos cosas como «el mundo se me vino encima», pero es verdad. Sentir el peso más grande sobre la espalda hasta creer que se nos va a partir, que nos quebramos, que el peso nos dobla por completo, nos rompe las vértebras, también las piernas…y caernos de rodillas en medio de la acera. Me sentí cansada, no pude más. Me caí, me quebranté, me rompí en mil pedazos. No sé cuánto rato estuve así, pero éramos el mundo y yo. No escuché que pasara gente a mi lado, no veía nada. No me pude sostener pero tampoco sentía dolor físico, solo en el alma. Y lloraba.
Sin hablar, solamente miré al cielo y pensé: «quiero volver a creer». Me disculpo de nuevo, porque las palabras se me interponen al volver a ese recuerdo y me cuesta tanto encontrar la mejor manera de describir el alivio que me envolvió cuando estaba ahí. Fue un consuelo que no vino de ningún extraño que pasaba por la calle. Fue un aliento vigoroso, un descanso confortable. Una emanación de paz. Sí, finalmente de paz en el corazón. Una paz que sobrepasa todo entendimiento, como había escuchado alguna vez. Una paz que solo Dios puede dar.
Volví a andar sin prisa y ligera, sin cargas ni culpas de nada. Sin que el libro de García Márquez me condenara desde el estante de mi biblioteca con aquella frase. Me sentía libre por primera vez en muchos años, y la manifestación más perceptible, la confirmaban quienes estaban cerca de mí porque podían ver las mejores decisiones que comencé a tomar, y los cambios positivos que elegí. Aunque al narrar estas memorias pareciera que literalmente todo sucedió de la noche a la mañana, no ha sido así. Todavía algo seguía igual o peor: aquel anhelo que llevaba en mi corazón no cesó, sino que por el contrario, se multiplicó. Y aunque todo parecía finalmente estar en equilibrio, yo no estaba segura de lo que me sucedía. Es decir, supe que estaba cerca de Dios, pero no lo conocía, entonces me costaba mucho aceptar esa presencia en mi vida. Pedí volver a creer, pero no entendía muy bien en qué o a quién debía de creer. Sé que Dios existe, pero no comprendía lo que eso significa. Yo nada más quería volver a creer en que podía vivir mejor, que el mundo no es demasiado para soportar…y esperar que así fuera.
Una de las buenas decisiones que tomé, fue bajar de peso, por un aspecto de salud y bienestar personal, lo cual implica una dieta sana de alimentación y hacer bastante ejercicio. Mi voluntad apenas se estaba formando por esos días, y yo lo sabía muy bien. Así que busqué desde un inicio algún grupo de personas que hicieran deporte al que yo pudiera unirme para tener apoyo. Me encontré con una página que se llamaba «Deportistas Interludianos» y me hizo mucha gracia el nombre. La curiosidad me llevó a otro lugar llamado «Interludio», que parecía ser otra respuesta que andaba buscando: un lugar para conocer más de Dios, en un ambiente fresco y relajado. Las personas se veían felices y «normales», es decir: gente como yo, imperfecta pero con un corazón dispuesto a algo mejor.
Comencé a seguir por Internet a esta iglesia diferente. Los lunes en las noches me conectaba desde mi computadora para escuchar la charla de la semana. Me gustaba, aprendía mucho. Sentía que había un lugar ahí, esperando por mí. Y por usted…y por cualquiera que quisiera acercarse. Quería conocer a esas personas que se veían como una familia, pero me aterraba la idea de hacer amigos, me daba pereza, pensaba que no necesitaba nuevas amistades…hasta el día en que nació Santi.
José Pablo y Laura, junto con otras personas, crearon una idea atrevida y necesaria: una iglesia en donde Cristo sería el centro. Él, formado en la religión evangélica; ella católica y se casaron ¿En dónde iban a calzar? En realidad debería de decir que en cualquier lado, pero el mundo no está listo para unirse en nombre del amor y de lo que es esencial. En lugar de eso, los humanos se separan dolorosamente por lo que no están de acuerdo. Se adhieren enfurecidos a sus diferencias y hasta se pelean por eso. No toleran al que es «diferente» por elegir un camino que al final nos lleva al mismo objetivo de disfrutar la vida eterna. Es muy triste que sea así. Sin embargo, ellos muy valientemente tuvieron otra visión, y fundaron Interludio en el 2008: una iglesia para todos. Todos, son bienvenidos, TODOS. No nos gustan las etiquetas.
El día en que Santiago nació fue el 20 mayo del año 2011. Santi es el hijo de Jose y Laura. Algo no salió bien, lo supe primero porque de repente tantas personas se encontraban orando por su vida. Yo me asusté. Yo lloré por Santi y también pedí, un poco incrédula, que se recuperara, aunque el panorama se veía sombrío. No quería ser negativa, con todas mis fuerzas deseaba que Santi viviera, pero no sabía quién se encarga de decidir que algo así pase, o hasta dónde llegan a ser escuchadas mis súplicas. Santi estaba muy mal. Se debatía al borde de la muerte cada día, y sus papás se negaban a despedirse de él. ¿Cómo pueden ser tan fuertes? ¿De dónde sacan tanta fe y esperanza?…¿qué es fe y esperanza? Lo escuchaba tanto, y no encontraba la manera de entender cómo se puede vivir con lágrimas que te ahogan, que te nublan la mirada mientras te niegas a dejar de creer que algo bueno pueda suceder.
Ahí seguían los papás de Santi, creyendo y confiando en Dios. Se mantenían largas horas en el hospital esperando. Simplemente esperando. Yo no sabía esperar ni siquiera en la fila de un supermercado, ¿cómo se supone que deba uno sostenerse y estrujar el tiempo en el pecho cuando se trata de esperar un informe sobre la vida de un hijo? Ellos permanecían ahí, aguardando noticias que podrían ser devastadoras, pero que en su corazón se convertían en una promesa confortante. Esto nunca me lo han dicho, pero yo me imagino a Laura visualizando muchas veces durante aquellos momentos tan difíciles, el día en que Santi regresaría para conocer a toda la familia, ponerle ropita y acostarlo en una cuna, como cualquier mamá debe de soñar. Los médicos decían que eso no sería posible, que Santi no iba a sobrevivir una cuarta cirugía más. ¿Cómo refutar esto? ¿Quién se atreve a decirle a ellos, los médicos, que están equivocados esta vez? Los papás no dejan de confiar en que Santi va a ir a casa pronto. Los médicos no entienden cómo, y sin embargo sucedió. Yo me atrevo a decir que ahora sé quién fue el que tuvo que ver con eso.
Santi era muy pequeñito, pues nació antes de tiempo, pero es de las personas más fuertes que he conocido. Es un luchador. Santi se recuperó, y sobrepasó todo pronóstico posterior de las secuelas de las malformaciones con las que nació, demostrando que hay algo más grande y sobrenatural de lo que nuestro limitado entendimiento quería aceptar. Santi no solo vivió, sino que también caminó y habló, cuando decían que eso no iba a ser posible. Es un niño inteligente, dulce, divertido y maravilloso, para el que hoy tengo el enorme privilegio de enseñar un mensaje de amor los domingos en las clases para niños (por cierto, me enamoré de Interludio, me quedé ahí y conocí nuevas personas extraordinarias que considero parte trascendental de mi vida). Santi ya sabe leer y ni siquiera había cumplido 5 años cuando aprendió. Santi ama la música y escucha Phil Collins de vez en cuando.
Nada nos es seguro durante este paso transitorio, pero ese día en que Santi nació y sobrevivió, yo me convencí de que lo único certero y absoluto es Dios. Algunos dicen que lo único certero que existe es la muerte, pero Dios a veces tiene otros planes y también puede ganar la vida. Sólo Él puede saber cuál es el propósito que tiene para Santi. Por mi parte, quise volver a confiar, entregarle mi vida y llegar a tener algún día la fe que tienen sus papás. Para vivir siempre con amor y esperanza. Anhelo ver los grandes planes que tiene para mí también.
Por Santi, yo volví a creer. Y sigo creyendo cada día: me lo recuerda de nuevo cuando sonríe, cuando corre y canta, o cuando me dice: «teacher, ¿sabés que tengo un ukelele en mi casa?». Estas letras son para Santi, para cuando esté más grande. Estoy segura que con su inocencia y su hermosa historia, ha impactado a muchas personas. Dios existe, y es muy bueno. Después de haber pasado por varios valles de sombra, sé que vale la pena creer. Gracias Santi, por mostrarme eso. Gracias a Dios por la vida de Santi.
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