Mamá, Papá:
Hace quince años les escribí una carta que nunca terminé. En esas hojas que arranqué del cuaderno de Estudios Sociales, les informaba que estaba a punto de ejecutar mi plan de escape de casa, pues me sentía cansada de vivir bajo la estructura «estricta» que me imponían en donde no encontraba la forma de ser feliz.
Me devuelvo a ese instante en donde escribía con furia acostada en el piso, con mis pantalones rotos del uniforme de colegio, mi cabello largo de un color indefinido por la cantidad de tintes de diferentes tonos que tuve, el tatuaje escondido, el «piercing» en el ombligo y tantas otras insignias de rebeldía que mostraba con mucho orgullo. La realidad es que estaba totalmente perdida en una adolescencia que yo misma convertí en algo difícil de sobrellevar.
Ha pasado el tiempo; hace unos meses cumplí treinta años y aunque muchas cosas han cambiado desde entonces, hay una que permanece en mí y es la necesidad apremiante de escribir, de entregarles estas palabras que ya no son las mismas que quería decir, y por eso me atrevo a darles una nueva carta como la expresión más noble de lo siento hoy, años después de haber ido absorbiendo la vida algunas veces intensamente, y otras dejándola pasar por la ventana.
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