Espero no decepcionar a los lectores con esta descripción, pero su imagen nada tenía que ver con la de un asesino serial o un desquiciado mental salido de una película de terror. Todo lo contrario: vestía impecablemente, con una sonrisa irresistible como parte invariable de su amable aspecto, y caminaba con una seguridad determinante e imponente. Tenía una mirada un poco excéntrica – eso sí – capaz de capturar en un instante a los ojos más rebeldes que negaran su presencia.
Relaciones
Me lo recordó ayer, que fue hace unos 10 años o más. Fuimos a tomarnos algo a un lugar que no pudo esperar mejores tiempos y cerró. La pasamos muy bien esa vez, conversando y poniéndonos al día. Una década después, fue agradable encontrarme por casualidad con mi amigo del colegio. Nos saludamos con un fuerte abrazo y en seguida me lo dijo: «la última vez que te vi, fue en Bagelmen’s, ¿te acordás?, hablamos toda una tarde».
Hace poco me llegó un hermoso recuerdo de la infancia, de esos en los que uno quiere perderse para siempre. Me puse a pensar en todo lo que viví, y de lo que mejor tengo memoria, tiene que ver con momentos felices y no con cosas que tuve.
Para todos los que son padres: los hijos cuando crezcan van a recordar esto, lo que realmente importa, lo que se guarda en el corazón y provoca una sonrisa durante el resto de la vida.
Mientras esperaba a que una de ellas llegara, me puse a observar a la gente alrededor. El olor a café y la lluvia complementan lo acogedor del lugar. En cada mesa, se cuenta una historia; a mí me llama excesivamente la atención el grupo de seis señoras conversadoras que se atropellan con palabras entre todas. Una sonrisa inevitable es lo que me provoca verlas. Tendrán más de unos setenta años probablemente, hablan de hijos y nietos y se ríen a carcajadas recordando momentos. Están hermosamente arregladas: algunas disimulan las canas y a otras se les ve de maravilla el cabello gris. Me invade la necesidad de preguntarles hace cuánto se conocen, pareciera que tienen toda una vida de ser amigas…pero el momento es tan inspirador que interrumpirlo sería inapropiado.
«Usted tiene un patrón de relaciones poco sanas», me dijo el psicólogo, como gran conclusión. «Usted elige una y otra vez hombres equivocados que le hacen daño». Sin cuestionarlo demasiado, por varios años lo creí y me convertí en una víctima de mi desviada necesidad de buscar hombres malos que se aprovecharan de mi corazón para agarrarlo a patadas, en el mejor de los casos.
Fue en un segundo. Como lo que dura un parpadeo, teclear una letra, el primer acorde de una canción o aceptar la invitación de subirme a su carro.
Un segundo para decidir: le digo «no gracias, no voy para mi casa», o mi vida va a cambiar y no precisamente para bien. Porque lo sabemos. Porque contamos con ese breve instante, un efímero momento que se nos permite para no equivocarnos tanto, en el que dejamos escapar la sabiduría porque decimos – no es malo hacerlo – y eso resulta suficiente pretexto para engañarse y no interesa prolongar ese segundo aunque se pudiera. Porque aunque visualicé lo que acontecería después, no me importó. Fue más fuerte el deseo de liberar adrenalina, de creer que tener el control era un asunto sencillo, de acariciar emociones intensas, de retarme nuevamente a ir un poco más allá.
Siempre fui así, siempre anduve en el límite queriendo sentir el vértigo de llegar hasta el extremo del precipicio, ver hacia abajo, escuchar cómo el corazón se acelera, los ojos se agrandan, la respiración se descontrola, las manos transpiran, las rodillas tambalean y el cuerpo tiembla. Y demostrar que no me caigo, que me sostengo en el extremo hacia el vacío…en la orilla vuelvo a mirar por encima de mis pies borrosos, se nubla el espacio, me mareo y no me he dado cuenta de que me voy cayendo hacia el fondo del suelo.
Un segundo, en donde otra vez, pensé que sería solamente por unos minutos o un día. Di el paso hacia el abismo. Le dije que sí. Dos semáforos en rojo fue lo que tardó el beso en llegar, y tres años para poder olvidarlo.