«Usted tiene un patrón de relaciones poco sanas», me dijo el psicólogo, como gran conclusión. «Usted elige una y otra vez hombres equivocados que le hacen daño». Sin cuestionarlo demasiado, por varios años lo creí y me convertí en una víctima de mi desviada necesidad de buscar hombres malos que se aprovecharan de mi corazón para agarrarlo a patadas, en el mejor de los casos.
Tenía doce años cuando tuve conciencia por primera vez de la larga lucha que me esperaba. Estaba en sexto grado de la escuela y algo andaba «mal» con mis caderas. El uniforme consistía en pantalones de mezclilla y camisa tipo ‘polo’. Era un sueño poder vestir así para ir a clases, excepto para mí, que tuve que enfundarme en unos jeans para hombre, porque en mi talla de mujer (niña) no cabían mis piernas.
Fue en un segundo. Como lo que dura un parpadeo, teclear una letra, el primer acorde de una canción o aceptar la invitación de subirme a su carro.
Un segundo para decidir: le digo «no gracias, no voy para mi casa», o mi vida va a cambiar y no precisamente para bien. Porque lo sabemos. Porque contamos con ese breve instante, un efímero momento que se nos permite para no equivocarnos tanto, en el que dejamos escapar la sabiduría porque decimos – no es malo hacerlo – y eso resulta suficiente pretexto para engañarse y no interesa prolongar ese segundo aunque se pudiera. Porque aunque visualicé lo que acontecería después, no me importó. Fue más fuerte el deseo de liberar adrenalina, de creer que tener el control era un asunto sencillo, de acariciar emociones intensas, de retarme nuevamente a ir un poco más allá.
Siempre fui así, siempre anduve en el límite queriendo sentir el vértigo de llegar hasta el extremo del precipicio, ver hacia abajo, escuchar cómo el corazón se acelera, los ojos se agrandan, la respiración se descontrola, las manos transpiran, las rodillas tambalean y el cuerpo tiembla. Y demostrar que no me caigo, que me sostengo en el extremo hacia el vacío…en la orilla vuelvo a mirar por encima de mis pies borrosos, se nubla el espacio, me mareo y no me he dado cuenta de que me voy cayendo hacia el fondo del suelo.
Un segundo, en donde otra vez, pensé que sería solamente por unos minutos o un día. Di el paso hacia el abismo. Le dije que sí. Dos semáforos en rojo fue lo que tardó el beso en llegar, y tres años para poder olvidarlo.