Fue en un segundo. Como lo que dura un parpadeo, teclear una letra, el primer acorde de una canción o aceptar la invitación de subirme a su carro.
Un segundo para decidir: le digo «no gracias, no voy para mi casa», o mi vida va a cambiar y no precisamente para bien. Porque lo sabemos. Porque contamos con ese breve instante, un efímero momento que se nos permite para no equivocarnos tanto, en el que dejamos escapar la sabiduría porque decimos – no es malo hacerlo – y eso resulta suficiente pretexto para engañarse y no interesa prolongar ese segundo aunque se pudiera. Porque aunque visualicé lo que acontecería después, no me importó. Fue más fuerte el deseo de liberar adrenalina, de creer que tener el control era un asunto sencillo, de acariciar emociones intensas, de retarme nuevamente a ir un poco más allá.
Siempre fui así, siempre anduve en el límite queriendo sentir el vértigo de llegar hasta el extremo del precipicio, ver hacia abajo, escuchar cómo el corazón se acelera, los ojos se agrandan, la respiración se descontrola, las manos transpiran, las rodillas tambalean y el cuerpo tiembla. Y demostrar que no me caigo, que me sostengo en el extremo hacia el vacío…en la orilla vuelvo a mirar por encima de mis pies borrosos, se nubla el espacio, me mareo y no me he dado cuenta de que me voy cayendo hacia el fondo del suelo.
Un segundo, en donde otra vez, pensé que sería solamente por unos minutos o un día. Di el paso hacia el abismo. Le dije que sí. Dos semáforos en rojo fue lo que tardó el beso en llegar, y tres años para poder olvidarlo.